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martes, 10 de abril de 2012

Más críticas de Ricardo III

Ambición sin límites

Máximo Ortega Capitán
Diario de Córdoba.27 de Marzo.Día Mundial del Teatro

Un año más, el pasado 27 de marzo se celebró el Día Mundial del Teatro, una jornada en la que en todos los auditorios, y previo a la representación, se realiza la lectura de un manifiesto escrito por alguna personalidad vinculada al gremio. Este año se ha contado con la participación del actor John Malkovich. Su escrito es una exhortación a todos los profesionales del Arte Dramático a defender su trabajo con el mayor esfuerzo y dedicación posible frente a las adversidades propias de un oficio en crisis permanente. Agradecemos al señor Malkovich su discurso por haber sido comprometido y breve, algo esto último que no ha ocurrido en años pasados. Y superado el trámite obligado en esta jornada, un público amante de este arte cubrió media entrada escasa del Gran Teatro para ver Ricardo III, una de las obras cumbre del universal William Shakespeare que en esta ocasión la compañía Atalaya se hace cargo de llevar a escena.

Basándose en la obra de Tomás Moro sobre el último de los descendientes de la casa de York que ocupó el trono de Inglaterra, un texto malintencionado donde convierte al monarca en un ser deforme y ansioso de poder, Shakespeare recoge la figura de Ricardo III en su obra para retratar la ambición elevada al máximo exponente, creando un texto de belleza extrema y convertido en un clásico universal. Ricardo III es la imagen de quien para ascender al trono no le importa descender hasta el infierno. En su camino no hay personas, solo obstáculos que debe superar hasta lograr su objetivo, y una vez alcanzado no existe descanso alguno por miedo a perderlo. La muerte es la única liberación y el límite a su deseo insaciable.

Para cualquier compañía de teatro, interpretar a Shakespeare, sin ánimo de ofender al resto de autores inmortales de nuestro teatro, implica el compromiso obligado de estar a un nivel por encima de lo que se espera en cualquier otra producción. Un reto que Atalaya ha comprendido y asumido en todos los niveles. Para comenzar, la adaptación del texto original realizada por el también director de la obra Ricardo Iniesta demuestra que se puede concentrar la acción y reducir la obra sin perder un ápice de intensidad, con una precisión que no deja cabos sueltos ni la sensación de elaborarse a tijeretazos. Una vez realizado el arduo trabajo de comprimir el texto llega el momento de darle vida. Es aquí cuando la compañía sevillana se emplea a fondo para lograr que todos los responsables de la representación se conjuguen en armonía. La puesta en escena, como suele ser habitual en sus montajes, es espectacular: la sutileza en el diseño de los elementos y la coordinación en su manejo para dotarlos de múltiples significados y espacios, el uso de la luz, la ambientación sonora, vestuario, caracterización… Todo está confeccionado como si de un protagonista más se tratase, exprimiendo cada recurso hasta conseguir el máximo de cada uno. Lo mismo ocurre con el reparto. El trabajo de todo el conjunto es impecable. Su habilidad para mudar de personaje y dotar a cada uno de autenticidad sin caer en lo estereotipado es fruto del ensayo concienzudo. No se puede obviar el trabajo de Jerónimo Arenal en su tarea de interpretar al protagonista. Para un actor, encarnar el personaje de Ricardo III no es fácil, pues corre el riesgo de perderse haciendo el papel de malo y desposeerlo de toda humanidad, un factor necesario para ser creíble. Su labor es digna de elogio, al igual que la del resto de sus compañeros de escena, entre los cuales debemos mencionar a nuestro paisano Nazario Díaz, brillante en sus intervenciones solitarias y corales. El público lo agradeció aplaudiendo largo y tendido al finalizar la representación.

A través de sus personajes, William Shakespeare descifró los motores que empujan la voluntad de los seres humanos, se sumergió en las debilidades de nuestra alma para después sacarlas a la luz sobre el escenario y poder reconocernos en ellas. Pasan los siglos y personajes como Ricardo III superan la ficción para convertirse en protagonistas de nuestra rigurosa actualidad, dispuestos a pagar cualquier precio por estar arriba y mantenerse. ¿Dónde está el límite?

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